
Encendió un cigarrillo que había encontrado en alguna parte, a medias, y le dio un par de caladas. Salió al jardín, húmedo por el rocío, y se quitó las sandalias para disfrutar del tacto de la hierba fría. A veces tenía la sensación de ser un gatito silvestre. Se tumbó en el suelo y comenzó a estirarse y contorsionarse intentando imitar a un gato. En uno de los movimientos, el cigarro salió disparado y se apagó en un charco tamaño Playmobil. Menos mal que llevaba el pelo sucio y una camisa que no era suya – ni de nadie a quien recordara -, porque estaba poniéndose perdida en el barro. Pero era divertido.
Aquello lo compensaba. Salir, divertirse, acostarse con alguna chica mona a la que no volvería a ver y despreocuparse de todo. Ni trabajo, ni adultos, ni menores. Sólo ella, disfrutando de aquellos momentos en los que se decía a sí misma que no era un desastre, simplemente era diferente y sabía apreciar cosas que los demás consideraban raras.
Un gato de verdad se coló en el diminuto jardín. Ella se incorporó, se colocó sobre las rodillas y las palmas de las manos y se acercó a él sigilosamente.
- Hola – saludó -. Me llamo Kitty.
- Hola – respondió el gato -. Yo no tengo nombre.
Kitty no se sorprendió con aquella respuesta. Los gatos callejeros no solían tener nombre.
- A partir de ahora, te llamarás Lucifer.
- No sé si es muy apropiado…
- Como el gato de la Cenicienta. ¡Claro que no es apropiado! El hecho de llevar un nombre no lo es. Te clasifica. Impide que seas otra cosa más que lo que eres a partir del momento en el que te lo pone alguien. Yo me lo cambié, ¿sabes? Me llamaba Amanda. Era un nombre que me pegaba muy poco, porque suena muy refinado y como a futura ejecutiva, o redactora de Vogue. Y yo quiero dedicarme a ver pasar la vida haciendo cosas divertidas. Así que me puse un nombre alegre y corto: Kitty.
- Me conmueves.
- Me gustaría ser un gato. Bueno, una gata. No, un gato. El celo tiene que ser un coñazo.
- Bueno, hay cosas peores. Lo peor suele ser que no te dejan hacer nada si vives en una casa, y si vives en la calle te alimentas de raspas de pescado de la basura. Es un asco, un verdadero asco.
- Yo tengo comida. Puedo darte, si quieres. ¿Te quedarás conmigo?
- Tal vez. No me gusta atarme a nada, aunque a veces es necesario.
- No hablo de quedarte siempre. Pero hace mucho que no vienes; sólo esta tarde. Hagamos cosas de gatos.
- Un gato nunca se revolcaría por el barro como has hecho tú – se ofendió Lucifer.
- No soy un gato. No me clasifiques.
- Pero has dicho…
- Que me gustaría serlo, no que lo fuera. En la cocina tienes comida, sírvete.
Lucifer entró en la casa. Era acogedora y pequeña, igual que el jardín. Kitty tenía muchísimas frutas esparcidas por la cocina. De pronto, divisó un enorme racimo de uvas tintas. Lo cogió y salió de nuevo al jardín para tumbarse de costado y empezar a comerlo.
- Mira, soy un romano – dijo.
- Hagamos cosas de gatos.
- Tú harás cosas de gatos; yo quiero hacer cosas de humanos. Por eso como uvas tumbado.
- Si quieres hacer cosas de humanos, ama. No hay nada más característico de los humanos, ni nada más peligroso que podamos hacer. Amar nos mantiene vivos y nos mata. Hace tiempo que yo soy incapaz de hacerlo, creo que estoy maldita.
- Yo también amo, aunque no creo que de la misma manera. Pero esa no es la cuestión. Vamos, haz algo gatuno. Deberías empezar por lamerte un poco, que estás bastante sucia.
Kitty miró hacia abajo, buscando una zona poco manchada de barro. No llegaba bien al muslo, así que escogió un antebrazo. Lamió repetidas veces hasta que la zona quedó más o menos limpia, y luego se dio cuenta del asco que le daba aquella sensación en la boca y escupió varias veces. Lucifer se rió.
- Me encantas. Podrías también deslizarte contra la pata del sillón, aunque es mucho más agradable cuando pasas entre los pies de una persona. Está suave. Bueno, normalmente está suave. Pero no cabrías. Salta desde algún tejado.
Kitty abrió los ojos. Los había tenido cerrados un rato, pensando en deslizarse entre un par de tobillos suaves y cálidos. Tenía que ser maravilloso. Pero saltar desde un tejado tenía que ser aún mejor.
- Ojalá pudiera. Pero moriría en el intento, y tampoco es que me haga tanta ilusión ser un gato, ¿sabes? No te ofendas.
- Lo harás cuando la curiosidad te pueda – sentenció Lucifer, antes de comer la última uva – Como siempre.
- No, no lo haré.
- No creo que puedas resistir la tentación. Te doy seis horas, como la última vez.
Cuando comenzaba a atardecer, mucho después de quedarse sola, Kitty se dio cuenta por fin de que se estaba muriendo de frío. Se levantó para entrar en la casa; dejó la puerta casi cerrada y la sujetó apoyándose contra ella. Lucifer la miraba con las pupilas contraídas. Bufó cuando Kitty no le dejó otra salida que deslizarse entre sus tobillos para atravesar la pequeña ranura.
- Quedas libre de la maldición – proclamó con calma -. Pero no creas que voy a olvidarme de ti tan pronto. En cualquier momento, te volveré a poner a prueba.
- Me encantará superarme otra vez. Pero ten cuidado, Lucifer. Como se suele decir, la curiosidad mató al gato.
***
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Alicia se miró en el espejo. Ya estaba lista. Los zapatos nuevos (que le quedaban un poco grandes), el pelo sujeto por una diadema, el vestido azul impecable. Era una mujer segura de sí misma, como decían en la tele. O al menos, todo lo segura que le permitían aquellos malditos tacones.
Se tenía que maquillar un poco. La sombra verde quedaría muy bien con la naranja, seguro. Porque el verde y el naranja eran colores de moda, según la Cosmopolitan. Y después, un poco de máscara de pestañas. Ahora le faltaba algo en los labios. Consultó la revista: un tono frambuesa satinado iría ideal. ¿Qué demonios quería decir satinado? Daba igual, ya eran casi las seis, a y cinco tenía que salir de ahí.
Qué largo era aquel bolso, y cuánto pesaba. Era cierto que lo había llenado de un montón de cosas, pero ninguna de ellas inservible. Llevaba todo lo que le hacía falta para la reunión. Incluso, previsora, había guardado cosas que podían ser necesarias o no. Guardó su barra de labios rota y vilmente robada y cerró la cremallera, bajó la tapa del bolso y abrochó el botón imantado. ¡Cuánta seguridad! ¡Y cómo pesaba aquello!
Eran las seis y cinco. Llamaron al telefonillo. Alicia se apresuró a abrir, pero no recordó a tiempo que iba subida en aquellos tacones. Se bajó de ellos y corrió en calcetines a la cocina. El auricular estaba un poco alto, pero ella ya llegaba bien. Preguntó quién era antes de abrir, pulsó el botón y mientras esperaba que subieran sus amigas comprobó que ni Blancanieves, ni Cenicienta ni la Bella se habían manchado con el pintalabios de su madre.