¿Alguna vez te has mordido la lengua por no decir un comentario absurdo? ¿Te han respondido "tutuplás" ante un chiste malo? ¿Todo lo que piensas tiene sentido en tu mente pero nadie parece entender cómo lo explicas? No te preocupes, es normal. Este blog está para todo lo que se te ocurre y no encaja en ninguna parte. Para todo lo que quieres decir... y nunca dices.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Instrucciones para no dar un palo al agua



Cójase un palo. No sirve un palo cualquiera: no debe ser pelado para la ocasión, ni tallado, ni mucho menos barnizado. Sólo sirven palos encontrados por mera casualidad y nunca con intención. La dimensión del palo puede ser variable, pero ha de tenerse en cuenta en relación con el tamaño de la superficie acuosa a la que no puede llegar a dar en ningún momento.
Dicha superficie acuosa (en adelante, el agua) debe ser escogida en función del nivel de esfuerzo que se quiera realizar para la causa. Para no dar palo al agua correctamente, no es necesario moverse de casa. Basta con llenar un fregadero, una bañera o tener una piscina ya llena (NUNCA molestarse en llenarla). Cuanta menos agua haya, más sencillo resultará no darle con el palo.
De nuevo es necesario escoger una superficie: esta vez, una que sea asentable. Siéntese sobre ella y determine si la dureza, la cantidad de muelles o láminas y la altura respecto del agua son las correctas para una comodidad absoluta. Para garantizar esta comodidad, lo ideal sería que la superficie  fuera también reclinable y acolchada.
Una vez elegidos todos los elementos, para no dar un palo al agua sólo debe sentarse en la superficie asentable (llamémosla silla) y ponerse en la posición que más confortable le resulte: con las piernas estiradas, separadas, cruzadas o hacia arriba (atención: la posición es importante, ya que una postura precaria puede implicar un choque entre palo y agua). Una vez sentado, coja el palo y estire el brazo (a ser posible, apoyándolo; especialmente si la superficie asentable es un sofá). Agite el palo sobre el agua, a su alrededor, describiendo círculos o fingiendo que se trata de una espada láser. Como usted prefiera, pero sin rozar el agua.
Al mismo tiempo que no se da un palo al agua se pueden realizar diferentes actividades, véase dormitar (no dormir profundamente), acurrucarse al calor de una estufa o participar en una conversación sobre la vida contemplativa, muy de moda últimamente e íntimamente relacionada con no dar un palo al agua. Al palo se le pueden dar usos en los que ni por asomo se llegará a tocar el agua: rascarse la espalda, acercar el mando de la televisión a la silla o golpear una batería de cocina. En cualquiera de estos casos se estará además dando una explicación visual a todo aquel que no entienda el propósito del palo y el agua.

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Instrucciones realizadas para el taller Siete Cuentos en Siete Días, con el profesor Juan Carlos Jiménez. Universidad Popupar de Alcorcón.

lunes, 23 de julio de 2012

Las cuatro magníficas

Echaba de menos las noches en blanco. Y las noches en gris, y en rojo, y en azul marino con purpurina de colores y un ligero aire a pirata. Poder procrastinar todo lo que quisiera y más, comprar chuches donde Liu y salir a bailar siempre a los mismos y, por alguna extraña razón, mágicos sitios.
Fumar cachimbas, ver moverse a Sally con los primeros rayos de sol al lado de Darth Vader y tirarse en la cama a ronronear a gusto. Hacer el gato. Y hacer el mono, también, para qué negarlo.
Hablar sobre hombres nórdicos de pieles translúcidas, ojos cristalinos y largos cabellos plateados (y mejor cuidados que los suyos, seguramente, gracias a champús como TIGI).
Decir: ¿me haces unos macarrones con atún? O llevarlos de casa y que te digan que tu madre hace los mejores macarrones del mundo. Usar albornoces ajenos y tener tu propio cepillo de dientes en una casa sin ningún tipo de norma.
Intentar ver Merlín el encantador después de venir de fiesta. Dormirse. Darse cuenta de que Arturo era un poco disléxico.
Despertarte abrazando a una hermosa feérica de preciosos cabellos rojos. O a una pequeña hada con pequitas y alegres ojos verdes. O a una ninfa de mirada cambiante y más dulce de lo que solia mostrar.

Añoraba todo eso y no se le ocurría forma humana de volverlo a juntar todo en el mismo plano espacio-temporal. Ya se le ocurriría algo. Al fin y al cabo, siempre se les había dado muy bien hacer magia en el último momento.

lunes, 11 de junio de 2012

Un año después...

Concretamente, un año y 10 días después, vuelve la mala con muchas cosas que contar.

Yo me pregunto qué fue de mí misma para dejar de escribir aquí... Y la verdad es que no lo tengo muy claro. Se me acaba la cuerda de los blogs de vez en cuando y necesito cambiar. En aquel momento, el año pasado, cambié a "Encorsetada", un blog muy yo y muy sobre Córcega (que en francés se dice la Corse, como veis estaba inspirada e hice un juego de palabras). Ese blog tampoco llegó a buen puerto aunque publiqué cosillas interesantes, sobre todo trabajos de una asignatura.

Pero aquí estoy de nuevo, decidida a contar cosas banales, normales y especiales, y narrar cosas que podrían sucedernos a todos pero que no nos suceden, como, por ejemplo, que los gatos nos hablen.

Sin más preámbulos, os dejo con un relato que subí a Encorsetada pero que creo que puede tener más tirón aquí, porque le pega más al blog.

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Encendió un cigarrillo que había encontrado en alguna parte, a medias, y le dio un par de caladas. Salió al jardín, húmedo por el rocío, y se quitó las sandalias para disfrutar del tacto de la hierba fría. A veces tenía la sensación de ser un gatito silvestre. Se tumbó en el suelo y comenzó a estirarse y contorsionarse intentando imitar a un gato. En uno de los movimientos, el cigarro salió disparado y se apagó en un charco tamaño Playmobil. Menos mal que llevaba el pelo sucio y una camisa que no era suya – ni de nadie a quien recordara -, porque estaba poniéndose perdida en el barro. Pero era divertido.

Aquello lo compensaba. Salir, divertirse, acostarse con alguna chica mona a la que no volvería a ver y despreocuparse de todo. Ni trabajo, ni adultos, ni menores. Sólo ella, disfrutando de aquellos momentos en los que se decía a sí misma que no era un desastre, simplemente era diferente y sabía apreciar cosas que los demás consideraban raras.

Un gato de verdad se coló en el diminuto jardín. Ella se incorporó, se colocó sobre las rodillas y las palmas de las manos y se acercó a él sigilosamente.

- Hola – saludó -. Me llamo Kitty.

- Hola – respondió el gato -. Yo no tengo nombre.

Kitty no se sorprendió con aquella respuesta. Los gatos callejeros no solían tener nombre.

- A partir de ahora, te llamarás Lucifer.

- No sé si es muy apropiado…

- Como el gato de la Cenicienta. ¡Claro que no es apropiado! El hecho de llevar un nombre no lo es. Te clasifica. Impide que seas otra cosa más que lo que eres a partir del momento en el que te lo pone alguien. Yo me lo cambié, ¿sabes? Me llamaba Amanda. Era un nombre que me pegaba muy poco, porque suena muy refinado y como a futura ejecutiva, o redactora de Vogue. Y yo quiero dedicarme a ver pasar la vida haciendo cosas divertidas. Así que me puse un nombre alegre y corto: Kitty.

- Me conmueves.

- Me gustaría ser un gato. Bueno, una gata. No, un gato. El celo tiene que ser un coñazo.

- Bueno, hay cosas peores. Lo peor suele ser que no te dejan hacer nada si vives en una casa, y si vives en la calle te alimentas de raspas de pescado de la basura. Es un asco, un verdadero asco.

- Yo tengo comida. Puedo darte, si quieres. ¿Te quedarás conmigo?

- Tal vez. No me gusta atarme a nada, aunque a veces es necesario.

- No hablo de quedarte siempre. Pero hace mucho que no vienes; sólo esta tarde. Hagamos cosas de gatos.

- Un gato nunca se revolcaría por el barro como has hecho tú – se ofendió Lucifer.

- No soy un gato. No me clasifiques.

- Pero has dicho…

- Que me gustaría serlo, no que lo fuera. En la cocina tienes comida, sírvete.

Lucifer entró en la casa. Era acogedora y pequeña, igual que el jardín. Kitty tenía muchísimas frutas esparcidas por la cocina. De pronto, divisó un enorme racimo de uvas tintas. Lo cogió y salió de nuevo al jardín para tumbarse de costado y empezar a comerlo.

- Mira, soy un romano – dijo.

- Hagamos cosas de gatos.

- Tú harás cosas de gatos; yo quiero hacer cosas de humanos. Por eso como uvas tumbado.

- Si quieres hacer cosas de humanos, ama. No hay nada más característico de los humanos, ni nada más peligroso que podamos hacer. Amar nos mantiene vivos y nos mata. Hace tiempo que yo soy incapaz de hacerlo, creo que estoy maldita.

- Yo también amo, aunque no creo que de la misma manera. Pero esa no es la cuestión. Vamos, haz algo gatuno. Deberías empezar por lamerte un poco, que estás bastante sucia.

Kitty miró hacia abajo, buscando una zona poco manchada de barro. No llegaba bien al muslo, así que escogió un antebrazo. Lamió repetidas veces hasta que la zona quedó más o menos limpia, y luego se dio cuenta del asco que le daba aquella sensación en la boca y escupió varias veces. Lucifer se rió.

- Me encantas. Podrías también deslizarte contra la pata del sillón, aunque es mucho más agradable cuando pasas entre los pies de una persona. Está suave. Bueno, normalmente está suave. Pero no cabrías. Salta desde algún tejado.

Kitty abrió los ojos. Los había tenido cerrados un rato, pensando en deslizarse entre un par de tobillos suaves y cálidos. Tenía que ser maravilloso. Pero saltar desde un tejado tenía que ser aún mejor.

- Ojalá pudiera. Pero moriría en el intento, y tampoco es que me haga tanta ilusión ser un gato, ¿sabes? No te ofendas.

- Lo harás cuando la curiosidad te pueda – sentenció Lucifer, antes de comer la última uva – Como siempre.

- No, no lo haré.

- No creo que puedas resistir la tentación. Te doy seis horas, como la última vez.

Cuando comenzaba a atardecer, mucho después de quedarse sola, Kitty se dio cuenta por fin de que se estaba muriendo de frío. Se levantó para entrar en la casa; dejó la puerta casi cerrada y la sujetó apoyándose contra ella. Lucifer la miraba con las pupilas contraídas. Bufó cuando Kitty no le dejó otra salida que deslizarse entre sus tobillos para atravesar la pequeña ranura.

- Quedas libre de la maldición – proclamó con calma -. Pero no creas que voy a olvidarme de ti tan pronto. En cualquier momento, te volveré a poner a prueba.

- Me encantará superarme otra vez. Pero ten cuidado, Lucifer. Como se suele decir, la curiosidad mató al gato.


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Ya sabéis: dudas, ideas y sugerencias son admitidas en los comentarios ;)