Alicia se miró en el espejo. Ya estaba lista. Los zapatos nuevos (que le quedaban un poco grandes), el pelo sujeto por una diadema, el vestido azul impecable. Era una mujer segura de sí misma, como decían en la tele. O al menos, todo lo segura que le permitían aquellos malditos tacones.
Se tenía que maquillar un poco. La sombra verde quedaría muy bien con la naranja, seguro. Porque el verde y el naranja eran colores de moda, según la Cosmopolitan. Y después, un poco de máscara de pestañas. Ahora le faltaba algo en los labios. Consultó la revista: un tono frambuesa satinado iría ideal. ¿Qué demonios quería decir satinado? Daba igual, ya eran casi las seis, a y cinco tenía que salir de ahí.
Qué largo era aquel bolso, y cuánto pesaba. Era cierto que lo había llenado de un montón de cosas, pero ninguna de ellas inservible. Llevaba todo lo que le hacía falta para la reunión. Incluso, previsora, había guardado cosas que podían ser necesarias o no. Guardó su barra de labios rota y vilmente robada y cerró la cremallera, bajó la tapa del bolso y abrochó el botón imantado. ¡Cuánta seguridad! ¡Y cómo pesaba aquello!
Eran las seis y cinco. Llamaron al telefonillo. Alicia se apresuró a abrir, pero no recordó a tiempo que iba subida en aquellos tacones. Se bajó de ellos y corrió en calcetines a la cocina. El auricular estaba un poco alto, pero ella ya llegaba bien. Preguntó quién era antes de abrir, pulsó el botón y mientras esperaba que subieran sus amigas comprobó que ni Blancanieves, ni Cenicienta ni la Bella se habían manchado con el pintalabios de su madre.